domingo, 12 de septiembre de 2010

¿POR QUE APOYAMOS LAS DEMANDAS MAPUCHES?

¿Por que apoyamos las demandas Mapuche? Lea el siguiente articulo y comprenderá el porque.

Articulo escrito por Cristián Sanhueza Cubillos, titulado: "La causa mapuche y los otros de siempre".  Extraído de

Algo primero.


Recordaba al comenzar a escribir el presente artículo lo necesario que resulta, al encarar éste desde una reflexión sobre el “Bicentenario”, hacer oído al silencio que llevan 32 presos políticos mapuches. En efecto, el 12-07-2010 comenzó un proceso de huelga de hambre en centros penitenciarios de Temuco, Concepción, Angol, Lebu y Valdivia, exponiendo estos peñi/lamgen su integridad física supeditado al interés colectivo. El objetivo es claro: terminar con la aplicación de la Ley Terrorista (y su derogación), anular el doble procesamiento en sede civil y penal y desmilitarizar la región. Por cierto, la autonomía y determinación sobre su cultura y tierras ancestrales permanecen intrínsecas en la misma causa. No es cuento nuevo: se trata de cuestiones conocidas al pueblo mapuche, pues tras 500 años de resistencia las causas siguen siendo similares en su esencia: ley, fuerza y tierra.

Mientras el poder formal festina en celebrar 200 años de historia de Chile en cuanto que independiente, queriendo pasar 18 años colados, existe un grupo silenciado que entristece hoy el avance del wingka en un sur ancestral, dominado por un estado de derecho. Lo que erige este conflicto es el devenir de una relación que esconde diversos intereses a lo largo de la historia, cubriéndolos con una guerra incesante y descabellada. Por ello, centrar la idea de que el “conflicto del pueblo mapuche con el estado chileno es preciso mirarlo dentro de un contexto histórico y de la actual globalización del capital” , torna sentido a la hora de establecer respuestas a lo que, voces por doquier, reclaman como injusto. Pues, “plantear el tema de la autonomía política y territorial del pueblo mapuche, y la exigencia de ser reconocidos como un otro distinto del resto de la sociedad chilena, con derechos que surgen de su particularidad” supone un debate que se (nos) ha negado al permitir callarlo por hidroeléctricas, intereses productivos e inversión.

Los medios de comunicación masivos, y en especial la televisión, son cómplices al denominar una demanda social como un conflicto mapuche, dando a entender que son éstos los que indisponen a todo un país. Durante la historia, su pueblo ha tenido que lidiar con un inventario descriptivo de bárbaros, alcohólicos y terroristas envuelto, claro, de un manto de integración, gracia divina de la corona, la nación: un estado. Y en verdad, “[e]l Estado y los políticos chilenos de las clases dominantes, buscaron su integración a la sociedad chilena por la vía del sometimiento, sin respetar las diferencias de cultura y pensamiento ni el derecho ancestral a su territorio y autodeterminación” , resultado de aquello es discriminación.

Desde luego aceptar con su real magnitud la importancia del tema, exige enterrar en el tacho de la historia los aspectos que hoy siguen determinando la discusión. No se trata de un bárbaro, menos de un terrorista: lo que se nos presenta como conflicto, que entre nosotros diremos con justa razón causa, es la valoración de una cultura que aclama el respeto por su tierra, el origen mismo de su existencia. La defensa irrestricta a lo que nosotros traducimos como impacto ambiental, y que para los mapuches trata de un daño directo a su ascendentes, finalmente su cuerpo, enraíza una “lucha por Ternura”.

Breve arqueología de una resistencia.

Lo que por generaciones se ha convertido en un habitus de resistencia, el poder formal lo ha convertido en la razón para utilizar los amplios poderes que el monopolio de la fuerza, mediante la coerción, entendida ésta como la fuerza socialmente organizada, les otorga. Luego, la complicidad que se extiende por los rincones en los años institucionales del país es radical, ya que la lucha del pueblo mapuche que, según señala Luis Sepúlveda, ha “venido sosteniendo durante cinco siglos por la defensa de sus tierras, primero contra el Imperio Inca, luego contra el de España y, después, desde el siglo XIX, contra la oligarquía chilena” significa el mismo proceso que a la fecha los mantiene enfrascado en una cruda ola de violencia.

Tendemos a creer que la batalla que acostumbra a la Araucanía se remonta a la existencia del Estado chileno, sin embargo, en 1460 existe la primera invasión inca a territorio chileno y en 1485 el primer enfrentamiento con mapuches en el Maule , sellando de este modo la tendencia defensiva. La línea cronológica de enfrentamientos se mantiene activa desde el 11 de septiembre de 1541 con el incendio de Santiago, movimiento encausado por Michimalongo. Claro está, para los mapuches esta lucha ha sido contra los mismos de siempre: inca, español, criollo, chileno, en fin, da lo mismo.

En términos concretos, junto al nacimiento de la República emerge el primer conflicto entre el incipiente Estado chileno y los mapuches, toda vez que a éstos últimos “la independencia no los había involucrado, [pues] era asunto de criollos” , así los acuerdos llegados en los Parlamento de Quilín (1726) y Negrete (1793) lograban una estabilidad en las fronteras sureñas, lo que provocaba lealtad a los realistas y pugna con las fuerzas independistas. Esta situación da paso a constantes ataques y reducciones de la población mapuche. La conocida “Pacificación de Arauco” aún se enseña como la empresa realizada por el Estado chileno en contra de bárbaros que se oponían al desarrollo de la nueva nación. Desde un punto de vista crítico, como lo plantea Bengoa, ésta acción se estructura como la primera guerra civil y más sangrienta que mancharía la historia de nuestra fundación. Aquella aniquilación constante fue más bien una reducción que un espacio pacificador. Como ejemplo, entre noviembre de 1868 y abril de 1869 hubo bajas en el ejército por un total de 35 soldados en comparación con los 211 mapuches muertos: ataques que se realizaron en 13 localidades distintas en 23 fechas de ataques . Así, la esquizofrenia en considerar a los pehuenches, puelchues y patagones tan ciudadanos como los que yacían al norte del Bío-Bío ─ en palabras de Bernardo O’Higgins ─ y, a la vez, sostener su eliminación, nos entrega el A.D.N. del conflicto.

El control del territorio político como síntoma de la soberanía es la constante, su explotación económica se renueva. La exploración paulatina de los incas seguida de una conquista solapada de los españoles comparte los mismos designios que la dominación y exterminio republicanos o la destrucción privada del empresario, pues la intención en la relación estado-mapuche no asigna una armonía con el entorno geográfico e ideológico, sino más bien, la interposición de una civilización so pena de destruir el legado ancestral.

Las armas utilizadas por las clases dominantes han sido diversas. Si bien la violencia se encuentra en la cúspide de aplicación, no es menos cierto que a partir de la consagración del Estado, “[e]l progreso aportado por el siglo XVIII consiste en que ahora la propia ley se convierte en vehículo de esta depredación de los bienes del pueblo” , que claramente encaja en una ex-propiación hipócrita, que en la actualidad se defiende con títulos hereditarios, inscripciones de dominio, en síntesis, justos títulos por sobre la permanencia histórica de comunidades anteriores a lo que entendemos hoy por Estado chileno. Este fenómeno de violencia usurpadora, que por razones obvia es posterior al realizado en Europa, toma mayor fuerza durante las tres primeras décadas del siglo XX: “[s]e calcula que en los primeros cincuentas años de este siglo, casi un tercio de las tierras concedidas originalmente en mercedes, fueron usurpadas por particulares” , articulando enormes reclamos ante los tribunales de la zona.

El ascenso del gobierno de Pedro Aguirre Cerda abrió espacios de esperanza en el trato social, cuestión que los mapuches no estuvieron ajenos. Un Frente Único Araucano, que agrupaba a dirigentes mapuches, académicos y jóvenes entorno al PS fue radical en la organización del descontento mapuche que, tras diversos viajes a Santiago y manifestaciones públicas, buscaron el apoyo del Frente Popular. Esta agrupación, allá por el año 41, ya comenzaba a exigir un petitorio que incluía, entre otras cosas, la restitución de todas las tierras usurpadas. Sin embargo, fue con Allende donde comenzó una verdadera política restaurativa de derechos territoriales mediante la dictación de una Ley Indígena (1970).

El retorno de la democracia genera espacios institucionales al tema. La estabilidad política de la época, máscara de una democracia tutelada, refuerza la idea del ejercicio ciudadano. En lo particular, el desvelo represivo en las exigencias sociales durante el desarrollo de la transición extiende el debate público, incluso en las calles (el mismo triunfo del NO es un ejemplo). La liberación, en alguna medida, de la información permite identificar en esos tiempos la relación del Estado con un grupo ya organizado en clave institucional. Así, el Consejo de Todas las Tierras expone su faz de relevancia pública actuando con tomas pacificas producto de sus reivindicaciones. Sin duda, la autoridad de turno, cautos –por no decir atemorizados- de un golpe de mesa por parte de los afectados, es decir, la burguesía de siempre, considera internar en el inconsciente colectivo la necesidad de aplicar la Ley de Seguridad Interna del Estado ante un problema de seguridad. De este modo nace el sujeto usurpador del amparo del estado de derecho ante el bien común que, por cierto y en ningún caso víctima, sino que el victimario de un conflicto.

Más allá que un conflicto: la (ir)responsabilidad del Estado.

Para estos efectos, el continente común que utilizan los involucrados ─comunidades, privados, estado─ del cual emanan los significados y definiciones es el derecho. Por más que las ciencias sociales aporten sustento empírico sobre lo que podamos determinar o no en lo social, las políticas públicas y la legislación chilena, puntal institucional al momento de sobrellevar el conflicto, esconde intereses ajenos a la causa mapuche. Desde luego el sistema binominal, extranjero en el campo de la representación, y el diseño de delegación de poder autónomo, impide a las comunidades participar en la configuración de regulación concerniente a la naturaleza indígena. Esta carencia de representación en la legislación nacional, desmedido a los últimos esfuerzos por robustecer el cuerpo normativo (p. ej. Convenio N° 169 de la OIT), decanta en el uso de estatus jurídicos predeterminados. Y la cuestión no es menor si pensamos que producto de esto la aplicación de la conocida Ley Terrorista posee mayor fuerza que la normativa internacional.

De este modo, las palabras expresadas por Bartolomé Clavero, Vicepresidente del Foro Permanente de Naciones Unidas para las cuestiones Indígenas, en el marco del Seminario Sobre Aplicación del Convenio 169 de la OIT en Chile, realizado en el 9 de Agosto, son acertadas. Clavero, señaló que configurar “una Reforma Constitucional en Chile que no considere como cuestión clave la autonomía política, además de los derechos económicos, sociales y culturales de los pueblos indígenas, evidentemente no estaría cumpliendo con el Convenio 169” , ya que en el origen existe aquel reconocimiento. La situación, entonces, es más profunda que las respuestas otorgadas, a la fecha, por la Administración. En efecto, la especulación jurídica entorno a la realidad indígena permite fragmentar los estándares con que tratamos a los involucrados, disponiendo los recursos del Estado, en particular, la justicia, según sea la gravedad del asunto. Zanjar, por ejemplo, si por comuneros entendemos terrorista o luchador social al participar en actos de protesta social es fundamental al momento de aplicar cual o tal norma.

El círculo vicioso del desconocimiento provoca la utilización de aparatos represivos como mecanismo de respuesta ante las reivindicaciones. Agotados los espacios institucionales de reclamación, firmes ante el silencio público, adelante con su causa, “[e]l derecho de resistencia aparece entonces como la última carta posible, a jugar por la ciudadanía, en situaciones de alineación legal” . Gargarella entiende por alienación legal la “situación en donde el derecho no representa una expresión más o menos fiel de nuestra voluntad como comunidad sino que se presenta como un conjunto de normas ajenas a nuestro designios y control, que afecta a los intereses más básicos de una mayoría de la población, pero frente al cual ésta aparece sometida”. Cabe señalar que la idea de mayoría está sujeta al entendimiento de un conjunto de personas que, incluso, pueden constituir una minoría en la población. Lamentablemente, el pueblo mapuche cumple con todo este análisis.

La cifra de mapuches adultos, jóvenes y niños que han sufrido el hostigamiento de fuerzas policiales es difusa. La cantidad de retenidos, detenidos, procesados, golpeados, interrogados, maltratados, muchos de estos actos ilegales, tiene en la mira al poder judicial y político, quienes ejercen sin distingo sus ansias de integración. Como bien ha señalado Tito Tricot, “el Estado está decidido a hacer con los mapuches lo que no ha sido capaz de hacer con los militares responsables de violaciones a los derechos humanos: encarcelarlos” , y de paso, solucionar así el tema. Esta lógica produce y reproduce el distanciamiento y defensa de las comunidades frente al atropello constante de sus derechos. La cárcel, en cuanto a que solución, “comunica un tipo de poder que la ley valida y que la justicia utiliza como su arma preferida” , gozando de toda legitimación social. El estado de derecho, en boga durante estos días, insiste presentarse en algunos casos y esconderse, tras la mejor estrategia comunicacional, en un simple llamado de teléfono. Este mismo estado de derecho hace oídos sordos ante la muerte de 4 comuneros muertos por Carabineros de Chile, limpiándose las manos en una justicia militar propia de dictadura que, lejos de asistir con justicia, blanquea los procedimientos ilegales en el más absoluto secretismo, violando de este modo las garantías de un debido proceso y, en consecuencia, de un acceso a la justicia a la altura de una sociedad democrática.

Por de pronto, el conflicto, entonces, es entre la negación de entrega de predios considerados ancestrales, la explotación de estos mismos por parte de la ejecución de mega proyectos versus la negativa de los mapuches a abandonar su madre tierra. No se trata de que no se quiera respetar los derechos de las comunidades ─ diría el más aventurado ─, sino que, por el contrario, la población en su conjunto, léase Chile con excepción de los mapuches, tiene el derecho de acceder a mejores estándares de vida que se obtienen, precisamente, de la inversión que se encuentra paralizada por estos grupos que provocan inestabilidad en la región: y aquello no puede esperar. La necesidad de inversión exige, de este modo, garantizar la zona (suena a pacificación ¿cierto?) mediante la fuerza policial. Esta, a su vez, responde a los designios de latifundistas que, a propósito del daño a su propiedad privada, reclaman justicia. Los Tribunales, abrumados por las estrategias jurídicas, trabajo de fiscales ad hoc al tema, dejan entrever el coqueteo entre derechos y derechos, siempre con la presión social ─que de social tiene que se discute en las mejores mesas. La prensa, ávida de (des)información, expande la protesta social señalando nexos con la FARC, incluyendo en su análisis el poder bélico de las comunidades, provocando silencio a la huelga de hambre.

Y…en qué estamos?

La solución a la problemática mapuche, en tanto que indígena, pasa por inferir una política institucional que permita, por una vez, consagrar los espacios necesarios para el desenvolvimiento de todas las comunidades indígenas en nuestro país. Aquello significa configurar un trato que permita autodeterminación, desarrollo cultural, garantías sociales (educación, salud, trabajo) y autonomía: aspectos que son desplazados por el afán de atribuirles características modernas a un lenguaje ancestral y místico.

Queriéndolo o no, la mística mapuche ha sido ahogada por avances de la modernidad que ha obligado, a punta de desempleo y pobreza, una inmensa migración de comuneros a latitudes que puedan ofrecer mejores condiciones de vida. Para aquellos que se mantienen en sus tierras, el peligro de la situación “está dada por la acción depredadora de esta sociedad, que es a la vez invasora, usurpadora e impositiva: invade los espacios físicos y socioculturales de cada pueblo originario, usurpa sus bienes materiales, desde la tierra y el agua mismas hasta los derechos legales de uso, goce y disposición de minerales, vegetales y animales del territorio indígena, e impone su propio aparato legal y cultural” .

Desde luego existen avances en la materia. La ratificación del Convenio 169 de la OIT es un rasgo distintivo en esta situación. Su puesta en práctica ha traído a colación a este debate sentencias en la protección de los derechos propios de los indígenas, particularmente los mapuches, en lo que respecta a la participación en la consulta previa consagrada en los art. 6 y 7 del Convenio. Aducir que el estado chileno no puede incumplir sus compromisos internacionales, so pretexto de la norma interna ; diferenciar los mecanismos de participación ambiental del derecho a consulta , sostener que la ausencia de la opinión a las comunidades involucradas es argumento para impugnar una calificación ambiental o entender que la consulta a las comunidades constituye un elemento importante para ejercer legítimamente un acto administrativo, como lo fue el caso de la tala de árboles sagrados son ejemplos del esfuerzo de tribunales del sur por invocar el Convenio y tutelar de manera efectiva los derechos.

Sin embargo, aquel trabajo jurídico no se condice con las expresiones vertidas en el procedimiento constitucional que contempló la incorporación de este Convenio que data desde 1989 y que recién en 2008 nuestro país comprendió su importancia. En su oportunidad, el Tribunal Constitucional expresó en su pronunciamiento Rol 309-2000, a propósito del requerimiento de constitucional presentado por parlamentarios de la derecha contra todo el texto del Convenio, las opiniones vertidas por autoridades de gobierno de la época como el Ministro José Antonio Viera-Gallo (actual Ministro del TC), el Subsecretario del MIDEPLAN y el Director Jurídico de la Cancillería, cuyas opiniones iban en la línea de considerar las obligaciones del Convenio como compromisos programáticos: aspiraciones cuyas realizaciones deben realizarse en la medida de lo posible, estándar fundamental en los acuerdos políticos de la Concertación. Estas declaraciones, 8 años después, son reasumidas en el voto recurrente del Ministro Navarro , dejando claro el peso que tiene para el TC los derechos del Convenio.

Al parecer, y así lo ha demostrado la historia, “[c]uando no se sabe bien qué hacer con este asunto, se forma una comisión, se podría ironizar” , lo que no deja de ser cierto. Las negativas de los gobiernos a entablar relaciones con la dirigencia mapuche, siempre pasa por no aceptar las medidas de presión por parte de estos últimos, situaciones que tienen por naturaleza el devenir de una sistemática represión e inoperancia de las medidas estatales en solucionar el tema. Esta dualidad cíclica de violencia y exclusión, compone una lógica histórica que permite insistir en resolver el tema mediante la justificación de los elementos del estado de derecho, es decir, ley, cárcel y represión ante la desesperada voz del pueblo mapuche, pues, como diría Gandhi son violentos porque están desesperados.

Así las cosas, y recordando la lucha indígena de otras latitudes, descifrar y diferenciar la violencia utilizada producto de la desesperación debe ser un resultado del análisis de aquella que se ejerce desde abajo. La imposibilidad de resaltar las demandas colectivas que con justa razón reivindica la comunidad mapuches refleja, desde luego, la otra cara de la moneda que la constituye la violencia de quienes utilizan el presupuesto de una nación para dirigirla en contra de un porcentaje de la población, motivados por resguardar los intereses de una clase dominante. Mantener la moral de la lucha, aún con el ataque concreto a familias, e incluso dentro de los recintos penitenciarios, es una postura que debe mantener inquieto a todo aquel que entiende la esencia de la causa mapuche. Desvincularlos de la era actual analizando solamente una lucha por la tierra es ver la mitad del problema: es su cultura la que se encuentra en franca debilidad. “Con ese doble desafío, defendiendo su cultura y dibujando además una pista importante para encontrar las formas de organización necesaria al milenio que comienza, los mapuches participan, in actu, en las mismas luchas que los zapatistas de Chiapas, los campesinos brasileños del movemento dos Trabalhadores Rurais sem Terra, y en los del conjunto de la especie humana interesada en la sobrevivencia del planeta” , lo que, sin duda, convierte a los mapuches en luchadores sociales.

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Bibliografía.

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En la web.

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Van Bebber Ríos, Rodrigo Andrés, “Estado-Nación y “conflicto mapuche”: aproximación al discurso de los partidos políticos chilenos”. Disponible en http://www.mapuche.info/mapuint/vanbebber021000.pdf.

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